El pasado 24 de octubre dos intrépidos activistas de VIVIENDAS PARA LOS SIN TECHO viajaron a Ecuador para desarrollar una actividad profesional de forma voluntaria. Iñigo nos cuenta cuales son sus primeras impresiones:
“En
Guayaquil no hay forma de tomar un bus sin que a uno le anden jodiendo el
viaje”, dice en tono guasón la coordinadora local de los voluntarios. Hemos
aterrizado en el país hace apenas una semana, y nos está echando un cable con
los tramites del visado. Y así es… si no se te sube un predicador a sermonearte
sobre Dios, es un vendedor que te restriega la mercancía por la cara. Si tienes
la suerte de poder sentarte y no vas apretujado como en una lata de sardinas,
resulta que el autobús es como una discoteca ambulante que avanza dando botes
por los agujeros de una carretera sin asfaltar”. En cuanto nos bajamos del bus,
(a veces casi hay que saltar en marcha mientras el conductor te grita “¡baje,
baje!”), bromeamos sobre el tema, porque todos compartimos esa mezcla de
resignación y encantamiento que brota naturalmente en esta cultura no arrasada
por el tsunami que occidente llama “desarrollo”, sino por el otro tsunami, el
del polvo y la pobreza compartida por la mayor parte de la población.
Se
me ha pedido que escriba una entrada para este blog explicando nuestra reciente
llegada a Guayaquil, y hay tanto que contar, y parece tan complejo explicar lo
que estamos viviendo, no ya a un lector europeo imaginario, sino incluso a
nosotros mismos, dar algún orden a todo lo que cotidianamente nos entra por los
ojos, que he decidido comentar tan solo algunas de las preocupaciones que
comparten al atardecer los voluntarios internacionales de la entrada de la 8,
que así se llama el peregrino barrio que habitamos.
Somos
once en la casa, más mujeres que hombres, de edades comprendidas entre los 19 y
los 40 años. Convivimos dos mujeres chilenas, dos colombianas, un joven alemán,
dos españoles, y los franceses, que son mayoría.
J es
una joven psicóloga colombiana. Está trabajando en la casa de acogida para
mujeres víctimas de violencia de género, involucrada hasta el tuétano en facilitarles
una visión de las cosas que no resulte una trampa tan pesada y dañina. Pero no
es fácil, se lamenta, porque hay tantas mujeres que el programa prevé una
duración máxima de cuatro meses para cada una. Apenas empiezan a mirarse con
algo de perspectiva, entran en crisis y han de abandonar la casa. Los tiempos
no ayudan y, desde luego, el entorno tampoco.
M es
francesa y está ayudando a desarrollar filtros de cerámica para purificar el
agua. A la vista parecen macetas, pero la cerámica se ha cocido con una
cantidad de serrín que, tras quemarse en el horno, deja cierta porosidad por la
que cada hora se filtran hasta dos litros de agua. En este momento están
ajustando toda una serie de cuestiones técnicas.
R es
español, sociólogo, y va a retomar el trabajo de su predecesor, que regresaba a
España el mismo día que él llego. Trabajará en gestión del conocimiento,
ajustando los indicadores cuantitativos y cualitativos que requiere la
dirección para el mejor aprovechamiento de los escasos recursos.
S es
francesa. Acaba de llegar, como nosotros. Le han asignado la labor de coordinar
equipos de estudiantes ecuatorianos. Se quiere que participen en el armado de
las pequeñas casas de caña, que la organización produce a razón de cincuenta
por día, para su instalación en los sectores más pobres de la ciudad. Siente
deseo de entrar en un contacto más profundo con “el campo”, es decir, de
compartir con la gente de a pie.
Al
llegar a casa después de la jornada de trabajo, hablamos de nuestras cosas, a
veces con entusiasmo, a veces con la sombra de la duda. Gracias a Dios no
teorizamos. Anoche llovió por primera vez desde que llegamos. En Guayaquil la
tormenta golpea con estruendo los tejados de zinc.
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