Hace unas semanas, dos personas voluntarias de la ONGD VIVIENDAS PARA LOS SIN TECHO viajaron a
Guayaquil para conocer de primera mano los proyectos que venimos ejecutando en
Ecuador y poder echar una mano en sus diferentes especialidades, Bruno como
arquitecto y Belén como neumóloga. Este es el relato que nos dejan después de
su estancia en una de las zonas más pobres y vulnerables del mundo.
Podíamos contemplar la pobreza ante nosotros en toda su magnitud, como
nunca antes la habíamos visto. Cara a cara, mirándonos a los ojos. Se alzaban
ante nosotros infinidad de chabolas que conformaban un océano de pobreza
dispersada por multitud de lomas y cerros a lo largo y ancho de un territorio
de nadie, que se extiende más allá de “La Perimetral” de Guayaquil. La Nueva
Prosperina, Las Lomas de la Florida, Monte Sinaí y tantos otros suburbios de
Guayaquil, desamparados por la Municipalidad que no los reconoce como propios,
aun habiendo crecido a base de invasiones de terreno “permitidas” por la misma
y recientemente adoptados por el Gobierno central de Correa a cambio de un
puñado de votos, comprados con “bonos para el desarrollo” de 30 dólares al mes y
promesas de regularizar una situación que es del todo insostenible.
Los suburbios se extienden como un ejército de viviendas que hubiera roto
la formación y estuviera batiéndose en retirada, sumido en el caos, sin
alcantarillado ni agua potable y en muchos casos también sin suministro
eléctrico. Un lugar donde las personas viven en su mayoría gracias al
peligroso brebaje que componen las paupérrimas ayudas estatales, el subempleo y
los pocos dólares que pueden recaudar los más jóvenes de la casa haciendo horas
extra en la venta callejera, tras la jornada en la escuela en el mejor de los
casos.
Personas que desgraciadamente se han acostumbrado a pasear a diario sobre
la delgada línea roja que separa la pobreza de la dignidad, con un pie en cada
lado, guardando cuidadosamente el equilibrio para no emprender un viaje sin
retorno.
Y en medio de este océano de pobreza tan sólo sobresalen algunos grandes
ceibos, como inmensas atalayas solitarias, que contemplan desde la calma
desasosegada que proporciona la soledad, como el caos que los rodea se
encuentra en constante movimiento. Son testigos de excepción junto con Hogar de
Cristo, que con su esfuerzo y dedicación, trata de hacer llegar educación,
sanidad y una vivienda digna a los más necesitados desde hace más de cuarenta
años. Son como gotas de esperanza navegando a contracorriente en un océano de
pobreza.
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